LA GUERRA DEL SEXO
Por Juan Manuel Erazo
“Llora, llora, urutaú, / en las ramas del yatay;
ya no existe el Paraguay,/ donde nací como tú.”Carlos Guido Spano
Huyó hacia el este. Caminó durante días entre los pastizales, las orquídeas, el calor y los lapachos negros con sus flores rosas y amarillas. Nadie lo siguió, nadie supo más de él. Sus hermanos lo creyeron muerto en los campos de Acosta Ñu. Se decía en Asunción que lo había degollado un brasilero al comenzar la batalla, otras voces (las menos) decían que había muerto por asfixia al incendiarse el terreno tras el combate. Él sabía, o al menos intuía, que nadie iba a ir por su rescate.
El ejército paraguayo ya se encontraba diezmado. Los pequeños poblados que encontraba a su paso se descubrían arrasados por el paso de los aliados. Divisaba a lo lejos las montañas de cuerpos apilados y calcinados (en su mayoría varones). Si se aventuraba a entrar en las chozas, lo único que encontraba para comer era algún pedazo de mandioca podrida o alguna rodaja de pan en similar estado.
Caminar durante horas evitaba el tedio. Algo en él le aconsejaba no pensar demasiado, hacerlo lo llevaría a la desesperación y de ahí a la locura. Así es como se acostumbró a ser una parte más del paisaje, un autómata que caminaba en busca de algo que jamás vendría, un espectador viéndose a sí mismo dejar pasar el tiempo como un manto inexorable sin premios ni objetivos. Vestía botas y pantalones oscuros robados a un soldado argentino que había sido atravesado por una lanza guaraní. Pensó que sería la mejor manera de escapar del posible paso de las tropas aliadas (al menos hasta que lo escuchasen hablar con ese acento tan particular de los nacidos en Asunción).
Al tercer día dejó de recordar por qué huía. Fue entonces cuando comenzaron los chubascos, esos que prometen bajar el calor y a veces solo traen más humedad. Decidió no dejarse morir en la intemperie y buscó refugio entre los matorrales. La lluvia cayó con una enorme intensidad, con correntadas de vientos que envolvían la tierra rojiza y le irritaban los ojos. Los árboles se doblaban casi al punto de caer derribados por la fuerza de las ráfagas. Caminando, sin saber a dónde ir, sin poder mirar bien, advirtió la figura de un ranchito y se dirigió hasta ahí. Entró con la esperanza de ver a otra persona, pero dentro de los escasos metros rodeados de paredes de barro y techo de paja, no había otra cosa más que un tronco quemado y algunos retazos de tela. Vio al costado del rancho un colchón de pajas tapado con cueros aún no tan curtidos. Decidió recostarse y descansar. Recordó la última vez que había podido tumbarse de manera horizontal. Fue en el campamento antes del combate. Los días posteriores a la Batalla de los niños durmió sentado a los pies de algún árbol, con los ojos entreabiertos, un puñal en la mano diestra y nunca logró descansar más de una hora.
Ya recostado sobre los cueros y la paja, sintió el aturdimiento de aquellos que no duermen por varios días, la desesperante sensación de sentir la cabeza adentro de un fuentón de barro. La intensidad de la tormenta había cesado, y si bien el aguacero no se detuvo por horas, las corrientes de aire frío ahora se habían transformado en una brisa fina que refrescaba la atmósfera del rancho y borraba de a poco el olor a encierro. Se puso la mano debajo de la nuca escondiendo detrás el puñal por si acaso. Decidió controlar la respiración y relajar los músculos. El ruido de la lluvia abarcó todo el espectro. Descansó la otra mano en la entrepierna. Los chillidos de los grillos y el croar de las ranas se fueron perdiendo en un sonido dulce y hogareño. Entre sueños, mientras los sonidos y las formas se distorsionaban, vio abrupta la imagen de un soldado brasilero que arremetía con un culatazo a su cara. Despertó de golpe y con el puñal en la mano. No había nadie en el rancho más que su solitaria existencia. Sintió el cuerpo pesado, los ojos densos y una sensación de fuerte angustia en el pecho. Se recostó de nuevo, repitiendo la misma postura. Esta vez sí pudo dormir. El rancho lo abrazó, su pensamiento final fue valorar la suerte que tuvo al encontrarlo.
***
Se despertó de golpe, y sintió esa extraña sensación de haber dormido mucho más horas de las que realmente fueron. Se quedó inmóvil en el colchón de paja con un terrible dolor en la espalda. Empezaba a sentir en el cuerpo las caminatas, el dormir mal contra un árbol, el cansancio y la presión. Se estiró varias veces y decidió seguir acostado un poco más. Quedó sereno, pensativo. Había soñado con ella nuevamente, la había sentido tan cerca que casi había percibido su aliento tibio y frutal. La soñó en los jardines de la casa de Asunción, en aquel atardecer de la primavera del 1868, entre las sombras del enorme jacarandá florido y los pastos acolchonados que largaban olor a agua y tierra con solo acostarse. La recordó con esa piel imperfecta y quemada, el pelo azabache largo y ondulado, la mirada intensa, los labios gruesos, su espalda morruda, el vientre levemente hinchando y las piernas anchas. La sintió como siempre, como cuando se recostaba en su pecho y lo besaba, como cuando se aferraba a su camisa pensando que si iba a la guerra de seguro lo perdería (cuánto podía sobrevivir el hijo de un comerciante de algodón que nada sabía de armas y de sangre). “Ella sabía de la guerra más que yo”, pensó mientras recordó las miles de cartas enviadas a la capital que jamás habían sido respondidas.
“¿Se habrá marchado hacía Cerro Corá con el resto de las mujeres? ¿Se habrá refugiado en la estancia? ¿Habrá caído en las manos de los saqueadores? Se dice que los brasileros violan y luego asesinan a las mujeres, ¿seguirá con vida?” pensó y se llenó de angustia, de esa que desespera porque es la angustia de lo imposible. ¿Qué ganaría al volver más que la posibilidad de morir bajo las manos aliadas sin siquiera llegar a verla? ¿De qué serviría? Moriría entonces con la profunda tristeza de perder su vida en vano.
Entró de repente un enorme viento fresco y húmedo, de esos que anuncian la vuelta de la lluvia. Decidió dejar de pensar y lo transformó en una señal: debía volver a respirar profundo e intentar descansar del todo para continuar con su imparable huída sin meta. Realizó el ejercicio que le enseñó su abuelo cuando sufría de chico los ataques de locura. Siempre debía exhalar más de lo que respiraba hasta sentir que sus fuelles se vaciaran. De esta manera lograría dormirse casi por desmayo. Ejecutó el ejercicio a la perfección y lo consiguió. Entró en un profundo sueño de esos agradables, con un dulzor en el paladar y la sensación de sentir que sus huesos se estiraban hasta llegar al límite. Si bien se había adentrado en esa profunda nebulosa morfeica, la lengua que recorrió su pecho parecía real, y si bien no se parecía a ella, él sintió que lo era. En su enagua azul, besándolo, mostrando los pezones negros y enormes que él solía mirar durante horas mientras dormían en la pieza de la estancia. Sus ojos escondían un fuego infernal, un laberinto de placeres incansables. Lo montó, y comenzó a moverse de un lado al otro, clavandole sus uñas en los hombros. La veía borrosa, sin poder definir del todo su contorno. Los sueños y los recuerdos están hechos de una misma materia confusa y críptica. Le pasó su lengua por el pecho, por el cuello, por la cara hasta llegar a su oreja. Se río y le dijo como en secreto con voz gruesa y fantasmal: “las mujeres sí sabemos de la guerra”.
Volvió a despertar y esta vez ya no quiso dormir más. Por sus venas ahora corría una sangre caliente y envenenada por un elixir intrigante. Quedaba en su cuerpo el sin sabor de soñarla nuevamente tan real que lo llenó de esperanza pensar que se trataba de una señal, algo que le decía que al encontrar algún poblado debía volver a escribirle. Quizá la volvería a encontrar pronto si es que lograba volver a Asunción. Lo azotó una enorme sensación de ansiedad mientras persistía en su cuerpo ese exquisito ardor que le quemaba los músculos y lo arrojaba al abismo de sus más bajas pasiones. Dejó el puñal al costado del colchón y comenzó a pensarla como la había visto en sueños. Fue bajando la mano hasta encontrar su entrepierna y empezó a tocarse de a poco. Fue combinando escenas de otros momentos en su cabeza. La imaginó nadando en el tanque de la estancia, en el roce de piernas bajo la mesa, la pensó desnuda a la sombra del duraznero, o de aquel árbol de moras blancas. Y mientras se relamía, cerraba los ojos y combinaba todas esas escenas de manera acelerada, tanto que parecían ser una misma. Es ahí, con los párpados apretados y la lengua entre los dientes, cuando la imaginó en brazos de otro hombre. Abrió los ojos y sacó su mano de abajo del pantalón azul oscuro. “¿Y si se enamoró de otra persona?” se preguntó ofuscado, sin ganas de seguir. Se sentía ridículo y humillado al verse sucio y haciéndose la paja en el medio de un rancho abandonado por la guerra mientras una de las tantas posibilidades era que ella esté con otro caballerito bien de una arruinada y saqueada Asunción. Fue así que pasó abruptamente de imaginarla desnuda nadando en las aguas del Ypacaraí a pensarla bestial y horrenda con los hijos de otro.
Se sentó en el colchón y decidió salir huyendo del rancho. Ya no se alejaba ni de las tropas aliadas ni de la lluvia, ahora huía de sí mismo. Ya no quería pensar en su propia muerte como una posibilidad, prefería el caminar inauténtico, la zoncera del camino donde son ávidas las novedades que no sirven para nada, donde uno se entretiene con las nubes y el cielo nomás, sin necesidad de pensar en regresar, en qué será de su vida después de la guerra, en qué será del Paraguay después de la invasión. Prefería el camino de la zoncera donde no hay preguntas profundas, ni recuerdos de su amada. Donde no existe el sufrimiento, ni la angustia de la incertidumbre, donde no hay engaño, ni frustración. Solo existe el deseo de llegar a ningún lugar, pero con eso basta. Lo demás es solo carga.
***
Ya no sentía los pies y el camino se había desdibujado. Aún así no se sentía perdido, ni desesperado. Ya no sentía otra cosa que pena por sí mismo, una severa angustia mezclada con humillación y un enorme cansancio. La piel del vientre ya estaba casi pegada al hueso. Las cuencas de los ojos pronunciadas en su cara le daban un aspecto cadavérico. Sus ropas, ya sucias y deshilachadas iban cayendo por el camino. Fueron días de caminata intensa huyendo de… eso… de algo, de sí mismo, de la guerra, de los corazones rotos. El calor húmedo e incesante ya era insoportable. A esta altura solamente pensaba en qué momento se iba a rendir, cuándo iba a caer de rodillas ante la inmensidad del matorral oriental. El momento estaba cerca, lo intuía. Solo que era su destino no morir en cualquier lugar o en cualquier posición.
Llegó a las orillas de un inmenso lago donde el sol comenzaba a ponerse por el oeste encendiendo el cielo con un color rojizo que se confundía con la tierra errática del horizonte. Las copas de los arboles reverdecían en un tono oscuro ante el inicio de la etapa crepuscular. Dentro de la variada arboleda encontró un lugar para sentarse y descansar a la sombra. Fue debajo de un fresno enorme cuyas raíces armaban con sus formas un asiento acolchonado por la gran cantidad de hojarasca aún fresca. El fresno, extraño y colosal (no había visto uno así en toda su vida) desplegaba nueve ramas enormes sobre las que crecía un espeso manto de hojas verdes y brillantes.
Decidió que debía ser ese el lugar para descansar, y si era necesario, también morir. Su cuerpo se dejaba atravesar por la fuerza natural. Mientras el día marchitaba, su cuerpo también lo hacía por la falta de comida, ternura y descanso. El viento suave mecía las orquídeas que rodeaban al fresno gigante que ahora lo abrazaba como si fuese un hijo pródigo que volvía nuevamente a la tierra roja del Paraguay. El suelo de su patria debía recibirlo como un héroe.
Melancólico, miraba fijo las estrellas que en el lago chisporroteaban en las oleadas por el reflejo del sol. Algo rompía las aguas desde abajo y se acercaba a él a toda velocidad. Sabía que era ella, también la había visto en sueños y durante noches escuchó que los pájaros anunciaban su llegada a costas más cercanas. Vio acercase a la sirena desde la otra orilla, nadando velozmente. Vio el brillo de su cola escamada y azulada, el reflejo de su torso blanco y desnudo. Se sonrió y corrió por su cuerpo una sensación de ansiedad ante la nueva aventura que lo encontraba débil y agonizante. Aún así la esperó sin quitarle la vista de encima. La sirena se acercó, apoyó sus hombros sobre la orilla y abrió los ojos. Todo lo hizo lentamente, sin preocuparse por el paso del tiempo y la agonía del triste soldado paraguayo.
-Volviste.- dijo él, sereno.
-¿Me conocés desde antes?- preguntó la sirena con el rostro aún mojado.
-Te vi en sueños, y también cuando era niño. Nadabas en las aguas del río en Asunción. Me habías prometido que ibas a volver este día. Nadie me creyó. Me dieron por loco, se burlaban de mí.-
-Pensé que no lo ibas a recordar. Todo lo que sé lo aprendí del agua y del viento, nadando de un lado al otro de los ríos y los lagos. Volví, aquí estoy. Vengo a pedirte que no mueras.-
La sirena dio un salto y se sentó sobre la orilla, con su aleta dorada bajo el lago pero con la mayor parte de su cuerpo ya afuera. Su piel pálida no paraba de brillar, como si se mantuviese constantemente húmeda. Él se quedó callado con una mueca de risa. Se apoyó sobre las ramas y se sentó de manera más erguida. Respiró muy profundamente para poder decir un par de palabras que le costaron más de la cuenta.
-Estoy cansado de preguntarme si en algún momento va a parar esta desgracia, esta horrible sensación que siento en el pecho, esta insoportable desesperación silenciosa.- Su voz se entrecortó como si se le estuviera quebrando la garganta. -Siento que se me va la vida esperando la respuesta.-
-No podés morir hoy. La Guerra Grande lleva más de cinco años. Llegan las noticias desde el norte anunciando que el Mariscal López fue capturado y pasado por las armas. Cuenta el pájaro campana que ya no hay más varones en nuestra tierra. Sos el último paraguayo varón vivo. Lo confirman las vizcachas y los quirquinchos. Sos la última esperanza de volver a poblar el Paraguay.-
Miró a la sirena con sorpresa entre los flecos de un sauce que nacía a la orilla. Él, agonizante y errático, reposado sobre las raíces de aquel fresno único, sintió cierta alegría al escuchar la noticia que relataba acongojada la sirena. Ya no sería ese ser patético de los últimos días. Ya podría lavar sus humillaciones con el agua del río, oír con orgullo el dulce sonido de pájaros e insectos que vaticinaban el tiempo de la fertilidad donde su casta y su sangre harían nuevamente grande a la nación.
De entre los jacintos, como si la sirena la hubiese armado con su magia, salió del agua su amada.
-Aquí está ella. Volvió. Su misión es poblar nuestra nación. Sólo te pido que por hoy sueltes el puñal.-
Miró a la sirena a los ojos y dijo:
-No puedo soltar el puñal. Debo defender al Paraguay. Debo defender a mí mujer. Soy el último varón vivo.-
Allí quedó tendido el soldado, con nuevas fuerzas, feliz, único. Ella se acercó, con el pecho desnudo, ese mismo que había visto bailar en el estanque de la estancia, el mismo que había rozado con sus dedos a la sombra de aquel jacarandá. En su enagua, descalza, con sus cabellos largos azabaches. Se acercó y lo montó con fuerza. Agarró su rostro con las dos manos y lo miró fijamente a los ojos.
-Es tu destino.- Suspiró la sirena complacida por verlos ahí. –Sólo te pido que bajes el puñal. Ya no te preocupes. Las mujeres sabemos de la guerra.-
Y allí quedó tendido. Sonriente, fantasmal, eterno. Absorbido por su patria de placeres transformada ahora en una tierra de crueldades dantescas. Allí quedó el último varón paraguayo vivo. Tendido allí, a la orilla del río entre delirios tan reales, tan vívidos. Su deseo de trascender lo había engañado otra vez. Él, mansamente, se había dejado engañar ¡Ay de los hombres que no vuelven de la guerra!